¿Importa que tengas un propósito en la vida?

  • hace 1 mes

Los abuelos del autor del artículo, Joseph P. Carter, con su nuevo Ford Thunderbird 1972Con las llaves en las manos, respiré hondo. Lo encendí y de inmediato llegaron los recuerdos de mi abuelo con el retumbar conocido de su Thunderbird.

Después de una serie de acontecimientos dolorosos a finales de 2016, luchaba por comprender por qué prácticamente todo a mi alrededor estaba tan mal de manera tan repentina. Si sentía algo, era falta de propósito. Así fue hasta el momento en que heredé el Ford Thunderbird 1972 de mi abuelo. De inmediato me hizo recordar los mejores momentos con él: salir a pescar para celebrar los cumpleaños, jugar con sus trenes a escala, aprender a hacer figuras de animales con globos (trabajó como payaso), y mi hermano y yo apoltronados en su hamaca a la orilla del lago Murray, en Carolina del Sur. Por cursi que suene, reparar su Thunderbird me dio un nuevo propósito en la vida.

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El propósito es una necesidad humana universal. Sin él, nos sentimos carentes de sentido y felicidad.

Una investigación etnográfica reciente establece una fuerte correlación entre tener un propósito y la felicidad. Al parecer, tener un propósito es benéfico para superar adicciones a las drogas, sanar situaciones trágicas y pérdidas, así como lograr el éxito económico. Las empresas y organizaciones promueven las metas como una forma de unir a empleados y a clientes bajo las banderas de la estrategia de marca, la comunidad y el bienestar.

No obstante, ¿de dónde proviene el propósito? ¿Qué es? A lo largo de casi dos milenios, discernir cuál es nuestro propósito en el universo ha sido una tarea fundamental para los filósofos.

Aristóteles creía que al universo está lleno de propósito, y que todas las cosas tienen un impulso intrínseco. La palabra “propósito” proviene del latín proposĭtum, ánimo o intención de hacer o de no hacer algo. Para Aristóteles, el universo y todo lo que él contiene siguen una directiva esencial. Cualquier desviación de esta contradice a la verdad y la realidad. La teleología se ocupa del orden, la estabilidad y el logro. La finalidad del Thunderbird de mi abuelo, por ejemplo, es funcionar con éxito como medio de transporte. Desde los autos, pasando por los árboles, los animales y hasta el cosmos mismo, argumentaba Aristóteles, cada cosa tiene un principio inherente que guía el curso de su existencia.

¿Y qué hay de los seres humanos? En la Ética a Nicómaco, Aristóteles establece que nuestro propósito es la felicidad o eudemonía, el “buen ánimo”. La felicidad consiste en una vida ordenada y prudente. Los buenos hábitos, una mente sana y una disposición a la virtud son algunos de los pasos que nos conducen a ella. Para Aristóteles, no hay nada más fundamental para nosotros.

De muchas maneras, seguimos pensando como Aristóteles. Casi todos luchamos por ser felices. Hoy en día, el dogma prevalente es que el carecer de propósito y el desorden son nihilistas. Ya sea que estés reflexionando sobre un gran cambio en tu vida o recuperándote de un trauma, el que te digan que la vida carece de propósito puede ser devastador. Es más posible que estés buscando una explicación más trascendental. O puedes simplemente estar buscando lo que esa cosa o persona significaban para ti: Dios, un alma gemela o algún tipo de vocación.

Ciertamente yo no soy aristotélico, y no porque rechace la felicidad. Es más bien que, como materialista, pienso que no hay nada intrínseco en las metas ni en los propósitos que buscamos para alcanzar la felicidad. La ciencia moderna descarta explícitamente este tipo de pensamiento teleológico de nuestra comprensión del universo. Desde la física de las partículas hasta la cosmología, vemos que el universo funciona bien sin un propósito.

Las leyes de la física son inherentemente mecanicistas. La segunda ley de la termodinámica, por ejemplo, establece que la entropía siempre está en aumento. La entropía es el grado de desorden en un sistema, por ejemplo, nuestro universo. El desorden físico tiene que ver totalmente con el equilibrio: todo en descanso aleatorio y uniforme. Deja tu café caliente sobre el escritorio y se enfriará hasta llegar a la temperatura ambiente. Las moléculas del café están más organizadas porque se están moviendo más rápidamente y están trabajando más arduamente para mantener una temperatura por arriba de la del aire circundante. La transferencia de calor es el resultado de que las moléculas del café gasten más energía. Al gastarse la energía, la temperatura del café baja y se iguala a la del aire. La entropía aumenta puesto que las moléculas del sistema ahora están menos organizadas, conforme la temperatura general se hace más uniforme.

Ahora imagina esto a una escala cósmica. Así como la temperatura del café y la del aire se igualan, la Tierra, nuestro sistema solar, las galaxias y hasta los agujeros negros supermasivos se descompondrán a un nivel cuántico, donde todo se enfríe hasta llegar a un estado uniforme. Este proceso se conoce como la flecha del tiempo. Al final, todo termina en la muerte del calor. Es cierto que el universo comenzó con una explosión, pero muy probablemente finalizará con un ruido muy tenue.

Sin embargo, ¿cuál es el propósito de eso?

No hay propósito. Por lo menos no fundamentalmente. La entropía se contrapone al propósito intrínseco. Es desorden. El mundo de Aristóteles y gran parte del entendimiento dominante del universo físico hasta la revolución de Copérnico tienen que ver con la permanencia y el orden inherente. Sin embargo, el universo tal como lo comprendemos no nos dice nada sobre la finalidad o el sentido de la existencia, ya no digamos de la existencia propia. En el gran esquema de las cosas, tú y yo somos sumamente insignificantes.

Pero no totalmente insignificantes.

Para empezar, somos importantes los unos para los otros. El sentido comienza y termina con la manera en que hablamos sobre nuestras propias vidas, como también nuestros mitos e historias. Sean Carroll, un importante cosmólogo y físico teórico del Instituto de Tecnología de California, defiende lo anterior en su reciente libro, titulado The Big Picture. Presentándose a sí mismo como el “naturalista poético”, Carroll sostiene que el sentido y el propósito “no son parte de la arquitectura del universo; emergen como formas de hablar sobre nuestro entorno a escala humana”. Ni siquiera los materialistas pueden negar el hecho de que los propósitos existen de alguna manera para proporcionarnos sentido y felicidad.

Antropólogos como Dean Falk han sugerido recientemente que la conducta orientada por una meta también es una ventaja evolutiva. Por supuesto que esto no implica que la evolución misma tenga un propósito (aunque algunos sostengan lo contrario). Lo que sí sugiere es que, aun con lo carente de propósito que es la evolución humana, por lo general nos beneficiamos como especie de la creencia en él.

En Trabajo sobre el mito, el filósofo e intelectual alemán del siglo XX Hans Blumenberg presenta una manera de explicar la curiosa concomitancia de la teleología y la evolución con lo que él llama el “cuerpo fantasma” del desarrollo de la civilización: “El sistema orgánico resultante del mecanismo evolutivo se convierte en ‘humano’ por el hecho de escapar a la presión de aquel mecanismo, oponiéndole algo así como un cuerpo-fantasma. Esta es la esfera de su cultura, de sus instituciones, y también de sus mitos”.

El propósito surge de nuestro anhelo de permanencia en un universo siempre cambiante. Es una reacción a la indiferencia del universo hacia nosotros. Creamos cuentos sobre el mundo y nosotros como contornos, cuerpos fantasma, de la inevitabilidad de la pérdida y el cambio. Los mitos parecen atemporales; tienen lo que Blumenberg llama una constancia icónica. Los cuentos pasan de una generación a otra, a menudo convirtiéndose en tradiciones, costumbres, e incluso leyes e instituciones que dan orden y sentido a nuestras vidas. El propósito se origina en la durabilidad de la sabiduría popular humana. Nuestros cuentos sirven como directivas de la manera en que necesitamos que el mundo exista.

Un universo indiferente también nos ofrece una justificación poderosa y atractiva para vivir con justicia y satisfacción porque nos permite anclar nuestra atención aquí. Nos enseña que esta vida importa y que solo nosotros somos responsables de ella. El amor, la amistad y el perdón existen para nuestro beneficio. La opresión, la guerra y los conflictos son autoinfligidos. Cuando nos preguntamos cuál es el propósito del ataque con armas químicas a los niños sirios en la provincia de Idlib o la tortura y el asesinato de hombres homosexuales en Chechenia, no debemos solo pedir una explicación a Dios o al universo, sino a nosotros mismos, a las mitologías arraigadas que impulsan esas acciones, y luego rechazarlas cuando las instituciones a las que dan fundamento cometen actos horribles.

Los propósitos y las metas que creamos son cuerpos fantasma: vestigios y monumentos para las personas, lugares y cosas que podemos perder y luchamos por conservar. El propósito señala la no permanencia del mundo, principalmente la nuestra. Cierto, el Thunderbird de mi abuelo funcionará bien como medio de transporte cuando termine de arreglarlo. Sin embargo, esa meta solo tiene sentido como un recordatorio perdurable de las historias y los recuerdos de él. El propósito tiene que ver con la pérdida, o por lo menos con su evasión. Y no hay nada malo en ello. Inventamos propósitos para crear finales felices en un universo donde los finales son solo eso: finales.

Nunca veré a mi abuelo de nuevo. Un día moriré. Tú también. El Thunderbird entrará en descomposición junto con todo lo demás en el universo conforme las partículas fundamentales de las que estamos hechos regresen al estado inerte en el que todo comenzó. La entropía lo exige así.

Así que date un momento para pensar en las mitologías que fundamentan tu propósito. Yo también reflexionaré sobre las mías. El universo, en cambio, no lo hará. Y esta puede ser la distinción con más sentido de todas.

Fuente: NY Times

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