La Huella es hoy en día uno de los lugares más demandados de Uruguay. Sin embargo, cuando nació, era una zona no muy concurrida y a la que pocos le tenían fe. Entre esos pocos, hubo dos amigos que no sabían nada de cocina pero querían que tener un restaurante “a la altura de José Ignacio” y que, aunque nadie les tenía fe, insistieron y lo lograron.
Ervin Eppinger y Hugo González cuentan que para ese entonces, José Ignacio era un pueblo de pescadores y que había pocas casas chicas de un estilo muy particular pero que sobre La Mansa no había casi nada.
En 1987, Hugo le propuso a Ervin comprar un terreno. Ambos compraron uno y construyeron sus casas. Con el tiempo se convirtieron en participantes muy activos de la comunidad y, luego de analizar diferentes proyectos, decidieron abrir La Huella en la primera semana de diciembre 2001, mientras en Argentina la crisis política se volvía cada vez más aguda.
Si bien el proyecto no empezó con la idea de ser un negocio debido a que ambos amigos tenían otras inversiones y buscaban en esta brindar un aporte a una zona en la que se sintieron parte – y se encariñaron – enseguida, La Huella empezó a crecer notablemente, llegando a hacer el día de hoy alrededor de 1500 cubiertos por día. Algo que, definitivamente, superó sus expectativas.
Después de La Huella (o, mejor dicho “a partir de La Huella”), José Ignacio se convirtió en un polo gastronómico y empezaron a aparecer La Olada, Marismo, Elmo y La Juana. Al mismo tiempo, hubo restoranes importantes de Buenos Aires que se instalaron en la península, pero no les fue bien y se fueron. Hoy trabajan 120 personas en el parador.
Ambos amigos concluyen que, a pesar de que varias cosas pasan de moda y que han visto muchos emprendimientos empezar y cerrar, La Huella no solo no perdió vigencia sino que, además, marcó el estilo propio de José Ignacio.
Fuente: La Nación (Argentina)