La costa uruguaya ofrece en una distancia de no muchos kilómetros una variedad de opciones diferentes para ese acto tan prenatal como espectral que es bañarse en el marSerá porque nací a unas cuadras del mar que tengo una inclinación espontánea hacia las playas. La playa es la frontera entre la tierra y el agua, el lugar desde donde uno, en un solo paso, se traslada de un ámbito a otro, y con la misma brevedad de esa distancia puede volver al otro cuando se lo proponga. Estos dos mundos se conectan con la simpleza de una zambullida, sin más trámite, pero a la vez el acto encierra otros desdobles.Meterse al agua es volver un poco al vientre materno, hundirse en los territorios del sueño. Prender una cámara y ver que debajo de la superficie de lo normal existe una realidad que espera la mirada del que abre los ojos, y le despliega un mundo tan vítreo y extenso en sus dimensiones como delicado y mínimo en cada granito de arena sumergido.Uruguay y su costa muestran sus fichas, algunas muy claras y explícitas, otras escondidas y más secretas. Las playas que se extienden desde Colonia hasta Rocha son una muestra de las diferencias y sirven para orientar los gustos de quien las va a probar. Parece que estuviera hablando de vino, pero me refiero esta vez a una cata de playas.Si se comienza el recorrido desde Playa Fomento, en Colonia, lo que tenemos allí es un río, con la anchura de un mar, aunque los mapas le digan estuario. El agua es marrón y terrosa, la profundidad baja, el oleaje es discreto y la temperatura cálida. Es el universo del niño, que juega como en una piscina de leche achocolatada. Lo mismo sucede en Kiyú, con sus agrestes barrancas, y lo mismo se puede decir de las playas de Montevideo, aunque su nivel de salinidad depende de las corrientes.Las cosas comienzan a cambiar en Maldonado. La primera playa viniendo desde el oeste es Solís, con la ancha desembocadura del arroyo y su arena plagada de cantos rodados. El agua se vuelve fresca y el color cambia: de los tonos terracotas pasamos a un verde más apetrolado. Los balnearios que le siguen son parecidos, pero dibujados en pequeñas bahías resguardadas, que desembocan en una de las ecuaciones más simples y contundentes del paisaje uruguayo: cerro + playa = Piriápolis.Con sus espigones atravesando la arena negruzca, esa pequeña ciudad, mezcla uruguaya de Niza y Brighton, deja paso después de Punta Fría a playas diferentes, profundas, sorpresivas, de arena gruesa y dunas que las esconden de la ruta, a playas de olas espumosas y rocas verdosas por las algas: San Francisco, Punta Colorada, Punta Negra, que luego, como canciones opuestas dentro de un buen disco, dejan lugar a la amplia bahía de Portezuelo, de arena enchumbada en agua y de pequeñas olitas que limpian los tobillos.Del otro lado de Punta Ballena está El Chiringo, quizá la playa más peligrosa de Punta del Este, con su rompiente violenta y sus pozos confusos. Pinares es profunda y tranquila, casi presocrática. I’Maragangatú es antigua, en sepia. El muellecito de Mailhos es el preescolar de las playas, frente al puerto, con aguas transparentes y amigas. Gorriti tiene pinos y, quizás, la playa más linda que apunta al norte.Del lado atlántico de la península, con el océano mostrando su carácter en cada metro cúbico de agua salada, Los Ingleses es como un sorbo de té, breve y para un remojón. El Emir está en un codo que cuando no hay surfistas es muy disfrutable. Los Dedos está demasiado domesticada, pero el resto de la Brava deja en alto la hermosura de Maldonado. La Barra, Manantiales y José Ignacio tienen sus complejidades y sus recovecos a descubrir, a pesar de la marca de los turistas. Nadie ofrece más diversidad al paladar playero que Maldonado.
Rocha es un universo de sal y olas, de extensiones vacías y de montañas saháricas de arena refulgente. Salvaje en su mayoría, el viento borra rápido la huella en la arena. Ahí hay más misterio que en el resto. Lo sabe cada berberecho que se esconde en la rompiente. Después viene Brasil.
FUENTE: elobservador.com.uy